Cuento Infantil para niños, escrito por: Paco Lara
Había una vez dos chicos que querían vivir juntos una aventura, conocer mundo.
– ¿Salimos de la ciudad?, – le pregunté.
– Podríamos ir a Uruguay. – Dijo ella…
Y eso hicimos, fuimos a la ciudad Colonia en Uruguay. Yo todavía tenía mis espasmos y mis miedos, pero Uruguay no estaba mal para cosas así… justo en el país donde nació Isidoro, el
mismo mes. Así que fuimos, ella, yo y mis miedos todos en mi mochila, acomodados entre platos de plástico y tenedores desechables que nunca íbamos a usar por todo lo que pasó.
El barco fue rápido, iba en silencio en las aguas del río y no notabas que te llevaba. Nos sentamos junto a una ventana donde podíamos ver el agua, yo saqué un libro pero no pude leer, me paré, di una vuelta, fui al baño, después miré las caras de las personas que salían de paseo, turistas, como yo… El barco tardó una hora y ya casi había olvidado a Isidoro. Cuando llegamos no sabíamos donde íbamos a dormir y empezamos a buscar hoteles. Nos sorprendió que no había semáforos, cruzábamos las calles como si estuviéramos en un jardín, mirando el cielo azul.
El primer hotel donde preguntamos era cerca del puerto. Una niña jugaba un videojuego en la computadora y me miró, yo le guiñé el ojo y sonrió, después siguió jugando y no prestó atención. La señorita que nos atendió tardó diez minutos en decirnos que no tenía nada para esa noche, pensé que íbamos a terminar durmiendo en la calle, yo nunca había dormido en la calle. Empecé a considerar la posibilidad de meter mi dinero en la ropa interior, atar mis zapatos alrededor a mis pies para que no me los robaran, meter la cabeza dentro de la mochila, hacer guardia nocturna. Claramente no tenía idea sobre la indigencia, era un tema desconocido para mi.
Después de caminar unas cuadras nos sentamos en un parque, ella sacó pan con queso y jamón que había preparado con sus propias manos, yo una chocolatada de supermercado. El viento estaba tranquilo, no habían personas en la calle y nos relajamos, estiramos los pies y comimos. Me sentía como Jim en una balsa a la deriva en el rio Mississippi, acompañando a Huckfin a esconderse de todos los que lo buscaban.
Yo miraba lugares para dormir en el parque, lugares donde no te piquen las hormigas. Estaba casi desesperado, pero no dije nada y me comí otro pan con queso.
En el parque había un laberinto para niños.
– “No tiene salida” – dijo ella.
Yo le dije que sí tenía, solo para molestar, ella empezó a buscar otra vez, con intriga.
– “Que no tiene” – dijo al rato.
– “Si tiene, sigue buscando”
Y siguió buscando hasta que se cansó y me golpeó el hombro diciéndome: – !No tiene!
Seguimos buscando hotel y en el siguiente que encontramos una señora nos abrió la puerta muy amablemente como si nos conociera desde hace mucho. Entramos siguiéndola por un corredor hasta el fondo, después nos pidió nuestros nombres y nos dijo que no tenía habitación, que solo nos abrió la puerta porque pensaba que ya estábamos registrados; y con la misma amabilidad seguimos a la señora hasta la salida. Nos cerró la puerta tan rápido como un truco de magia. Nunca había sentido un rechazo tan automático. Decidí sacar el mapa y tomar el control, si nos íbamos a perder lo haríamos metódicamente.
Empezamos a caminar en una carretera, yo daba las direcciones, norte, sur, izquierda, derecha. Tenía el control, así que dije:
– “Agarramos esta calle, 3 cuadras más nos cruzamos con otro parque y ahí doblamos a la izquierda hasta llegar a la zona del shopping y seguro encontramos…”
Diez minutos después de caminar bajo mis instrucciones estábamos perdidos. Tuvimos que regresar porque caminamos en sentido contrario, ella se enojó y me quitó el mapa, por alguna razón yo ya no estaba preocupado. Empecé a saludar a ancianas sentadas en la vereda, me miraban con una sonrisa, me sentía un espécimen exótico, deseado por ancianas de ochenta años que me sonreían sin dientes.
Caminamos media ciudad sin encontrar un cichoso hotel, pero hacia buen clima, y yo no había visto indigentes, así que debía haber lugares disponibles para dormir, siempre pensé que lo peor de dormir en la calle era conseguir un sitio, por un rincón cálido que te proteja del viento frio, así que todo estaba bien.
Llegamos al final de la calle y decidí preguntar:
– ¡Señor! ¡señor! ¿nos podría decir donde encontramos hotel para dormir?
Él nos miró como si fuéramos chuleta de cordero ahumada que alguien había extraviado en medio de la carretera, se le caía la saliva por el lado izquierdo de su boca y saboreándose los labios nos dijo:
– ¿Hotel? ¿buscan hotel?
Y empezó frotarse las manos y a buscar algo entre la ropa, yo no creo en plegarias, pero en estas situaciones todo suma, así que empecé a rezar para que el tipo no sacara una pistola y nos hiciera daño, de repente dijo:
– Yo soy gerente del Hotel Ritz, y les puedo ofrecer un buen precio, ¿cuánto traen?
Yo no sabía que decir, sentía que nos iban a sacar dinero de una u otra forma, con pistola o con frases de esas de esas bonitas pero que te convencen seguro.
– Setenta dólares, es todo lo que tenemos para dos días señor.
Casi le entregaba el dinero y le suplicaba perdón,pero al mencionar los setenta dólares al tipo le dejaron de brillarle los ojos y su sonrisa desapareció, nos dijo que fuéramos por la siguiente calle, que quizás encontraríamos algo, quizás, y se fue como un perro de esos callejeros que dan la espalda cuando descubren que no hay huesos.
Nosotros fuimos por esa calle y no encontramos el hotel, pero aún hacía bonito clima, el sol brillaba porque no tenía otra alternativa y yo olvidé por completo mi corazón.
Dimos algunas vueltas y las cosas empezaron a salir, tres hoteles seguidos en la misma zona, ninguno lo podíamos pagar, pero algo venía bien, me sentía con suerte. Empezábamos a encontrar, las cosas salían, como la vida…
– Y ese de ahí? – dijo ella.
– Se ve muy caro, – le dije.
Pero igual fuimos a preguntar. Entramos y vimos un cartel con tarifas: setenta dólares. Era justo, yo ya no podía caminar más, reunimos lo que teníamos y ahí nos quedamos.
Entramos en la habitación, las sábanas estaban limpias y la almohada estaba suave como de algodón, era más de lo que podía haber imaginado, estaba todo limpio. Me tiré en la cama, no podía creerlo, era casi feliz. Ella se acostó, encendió la tele y se puso a ver una película, yo la miré un segundo y me dormí.
Cuando me desperté ella seguía viendo una película, parecía cada vez más un truco de magia que no impresiona, tenía más deseos de ir al parque y comprar helado, chocolate, algodón de azúcar, jugar a la pelota corriendo con los perros en la playa y seguir hasta alcanzar todo otra vez, pero seguí durmiendo.
Continuará………………..
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