Cuento Infantil para niños, creado por: Miguel Padova
Entre los dedos de un arce grandote, vivía una semilla. No había en toda la Foresta semilla más presumida, más fanfarrona y más desagradable. Tenía un ala, y sólo una, que era el orgullo de su corazón. Cada mañana la sacaba a pasear hasta una rama baja y poco poblada y la acariciaba a la vista de todos. Y entre caricia y caricia, decía:
– «¡Bah!, esas no tienen un cuerpo alado como el mío», – sacando la lengua a unas orugas.
– «¡Bah!, esas alas no sirven para volar», sacando la lengua a unas gallinas.
Y de esta forma se burlaba de todos los animales a su alrededor.
Pero un día su pequeño mundo cambió para siempre.
Los calores de mayo empezaban a impacientarse mientras abril apuraba los últimos días del calendario cuando sucedió. Y fueron las golondrinas, las alegres golondrinas, quienes tuvieron la culpa. Algunas de estas avecillas, inmersas en juegos de persecución, se lanzaron contra el árbol y asustaron a la Semilla (casi la hicieron caer), siendo presa de las risas de sus compañeras.
– «Esas sí son alas para volar», -reconoció, furiosa y avergonzada. – «¡Pero ninguna volará tan alto como yo!».
Y como tampoco había semilla más testaruda, inútiles fueron las advertencias del arce o de las propias golondrinas. La Semilla presumida se lanzó al vacío. ¿Consiguió volar? Digamos sencilla y poéticamente que todas las semillas de arce…
Giran y giran y giran
igual que un torbellino,
con gracioso aspaviento
sobre la mano del viento.
Rara vez esta peonza
que se enrrosca en el aire
con gran donaire,
unos metros remonta.
Nubes de azúcar y algodón
les cautivan el corazón;
les cautivan y les atraen,
mientras caen y caen y caen…
De manera que nuestra protagonista se precipitó contra la hojarasca. Se precipitó con un rotundo ploof. Y tan pronto se hubo sacudido el polvo y la confusión, buscó la que había sido su casa y entonces, ay, nunca algo tan cercano le pareció tan distante. A duras penas divisaba su ramita.
– «¿Cómo, cómo podría volver a ella?».
Mientras deambulaba alrededor del tronco, aquel manto de hojas secas (que tan amablemente había amortiguado su caída) comenzó a murmurar.
– «¿Qué está ocurriendo?».
– «Ay, me han pisado».
– «¿Quién nos ha despertado?».
– «Sí, sí; me han pisado. No hay derecho».
Pero la Semilla no prestaba atención. Se alejó con las manos en los bolsillos, levantando penachos de hojas y un «¡Ay!, ¡uy!, ¡ay!» a su paso.
Empezaba a interrogar el cielo cruzado por el ramaje, preguntándose qué sería de ella, cuando apareció el Gavilán. Dos aleteos en menos que se dice «patapúm-patapám» le bastaron para formar un tornado de hojas y ramitas y otros habitantes de la Foresta, entre los que se encontraba nuestra semillita. Atrapada entre plumas grises, se vio sobrevolando el árbol, su árbol. Y si antes le pareció inalcanzable, ahora lo era por partida doble.
– «¿Qué pasa?, ¿dónde estamos?». – Se inquietaba una hojilla de olivo; había quedado prendida también al plumaje y estaba muy nerviosa.
– «Voy a preguntar». – Le dijo la Semilla. Se encaramó a la cresta del Gavilán y preguntó:
– «¿Dónde estamos, señor?».
– «Volando», —le informó lacónitamente, después de un: – «Eh, ¿cómo andamos, socia», de lo más campechano.
– «Pero, ¿hacia dónde?».
– «Hacia adelante, supongo».
Tanto la Semilla como la hoja de olivo coincidieron en que era mucho mejor que volar hacia atrás.
Debéis saber que los gavilanes son, por naturaleza y en general, ingenuos y valerosos; a este en particular, sus grandes proporciones no le impedían ser considerado con los más insignificantes. Y así lo demostró. Cuando sobrevolaba la región de los Tres Lagos, les preguntó si querían apearse y dónde.
La Semilla respondió con paternalismo. No debía preocuparse, le dijo; de un momento a otro, ella misma levantaría el vuelo hacia el continente más próximo.
– «¿Volar? ¿Tú, volar?».
– «Pues claro», —le dijo, resuelta. – «Para eso soy una semilla voladora».
– «¡Una semilla voladora, qué original!».
– «No me crees, ¿verdad?, no crees que pueda volar. No crees que pueda volar hasta otro continente, ¿no es así?».
– «Bueno, bueno…».
Y el Gavilán se achantó de golpe, porque la indignación de su pasajera le estaba propinando fuertes tirones a su cresta.
Se sentía profundamente herida en su orgullo, y ya se sabe que el orgullo de algunas semillas puede competir con el de las más altas secuoyas. Ese dolorcillo interior le impidió pensar con claridad, y se lanzó llorosa al vacío. Eso sí, con un ramillete de plumas del campechano Gavilán.
Como la vez anterior, empezó a dar vueltas y más vueltas, y cuando ya creía experimentar algún tipo de sustentación, sintiéndose de nuevo entre nubes, protagonista del más raudo y majestuoso de los vuelos, cayó al lago con un sonoro chapuzón.
Entre las perturbaciones de la superficie apareció una boca jadeante, y luego dos manitas con sus brazos menudos, que nadaron con desesperación hasta una roca saliente. La Semilla se rehizo como pudo, escurriendo su ala goteante y lanzando amenazas a las nubecillas, que casualmente formaban sonrisas de todos los tamaños.
¿Qué le estaba pasando? ¿Acaso no podía volar realmente? A lo mejor era el viento, pensó. Sí, podía ser el viento. Soplaba demasiado o tal vez no soplara lo suficiente. En cualquier caso, resolvió que se las pagaría tarde o temprano.
Mientras discutía consigo misma, un solitario black bass que dormitaba entre los helechos, asomó su cabezota olivácea. Sus párpados, sus grandes y soñolientos párpados, se levantaron entonces como persianas, tan sorprendido estaba de lo que le mostraban. Convencido de algún descubrimiento, formó una bocina bajo el agua.
– «¡Venid, venid, deprisa!», – «dijo a través de sus aletas».
Poco después, tuvo a cada lado un pez de su misma especie, y la Semilla se encontró con tres pares de ojos expectantes, que la miraban intensamente. Tras un momento embarazoso, de esos en que no se sabe qué decir, uno de aquellos indiscretos pececillos mostró una hilera de finos dientecillos.
– «Oye, ¿tú, qué eres?», – le dijo a quemarropa.
– «Una semilla».
– «¿Qué dice?» —preguntó el más grandote, que era un poco sordo y orientaba a todas partes una corneta; casi parecía el periscopio de un submarino. – «¿Polilla?, ¿ha dicho que es una polilla?».
– «Una semilla», – aclaró el primero.
– «¿Y qué más?».
El centro de todas las miradas carraspeó tímidamente, antes de comunicarles que era una semilla simplemente.
– «¿Simplemente? ¿Dónde queda eso?».
– «Suena como muy lejano».
– «Yo tengo amigos allí» — dijo el black bass que aún no había hablado.
– «¿En serio?».
– «Sí, sí».
– «¿Dónde queda eso?», -repitió el de la corneta.
La semilla se estiró sobre su rocoso pedestal y señaló a izquierda y a derecha y al frente y en mil direcciones, antes de fijar el dedo en el embarcadero. Los otros volvieron sus cabezotas y lanzaron una exclamación placentera y relajada, como cuando se recuerdan viejas aventuras. Mmm… Conocían simplemente.
Como habréis comprobado, el black bass no es el pez más inteligente de nuestras aguas, pero tiene bien ganada su reputación de curioso, y estos no eran ninguna excepción.
Continuará……………………………
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excelente cuento, quiero solicitar me suscriba
Muy buena idea y los cuentos son excelentes, es de gran ayuda para uno de padre de familia, y para mí como docente de primera infancia es de gran ayuda como herramienta para conseguir material para trabajar con mis niños.
Espero recibir los mejores cuentos para niños menores de cinco años.