Cuento Infantil para niños y niñas, escrito por: Miguel Podova
Pronto se interesaron por la forastera. ¿Cómo había llegado allí? ¿Hacia dónde se dirigía? ¿Cuál era su historia? Este mar de curiosidad se vio colmado por las peripecias más disparatadas, adornadas con dragones y castillos y situaciones fabulosas, de las que supuestamente había salido airosa su narradora.
– «Es el viento», – explicó cuando le preguntaron por qué no volaba hasta su palacio de diamante, del que era princesa, reina y caballero andante, todo a la vez.
– «No consigo volar con este viento. Sopla demasiado o igual no sopla lo suficiente. Para mí que es un poco canalla ese señor Viento, ¿no os parece?».
Sus nuevos amigos cruzaron miradas pero no supieron qué responder. Le propusieron, en su lugar, llevarla hasta la orilla más cercana a cambio de un beso de princesa, propuesta que dejó muy pensativa a la Semilla.
Primero se preguntó si era un trato provechoso; después, y más importante, se preguntó cómo eran los besos de princesa, y finalmente sus pensamientos se perdieron entre los pliegues del vestido real, que imaginaba largo, sedoso y lleno de diamantes.
– «¡Qué divertido sería llevar ese vestido!».
Tomando impulso, la Semilla saltó a la boca de uno de aquellos peces y se aferró a sus dientecillos para no caer. Había dado un beso de esquimal a cada uno, y los tres estaban muy satisfechos, pensando que serían la envidia de los Tres Lago.
En el muelle, les agradeció cuanto habían hecho por ella y prometió hacerles una visita con toda su corte. Y de esta manera, con el corazón alegre y el espíritu renovado, la Semilla siguió su camino, sin sospechar siquiera que existiera un camino. Su silueta, partida contra el sol poniente parecía, sin embargo, una oscura interrogación.
Las siguientes horas fueron muy tristes para ella. Avanzaba otra vez sin rumbo, otra vez con las manos en los bolsillos, otra vez llena de confusión. Incluso la pequeña ala, que siempre había mantenido erguida, le caía sin fuerza en el hombro, igual que un peso muerto.
Llegando al borde de un claro, buscó la sombra de los pinos que lo flanqueaban. Descansó sobre una bellota, sosteniéndose la barbilla y mirando sin ver. No podía imaginar lo que le esperaba a la vuelta del recodo.
Aparecieron como de la nada, todos muy juntos, con gran alboroto y ese aire apresurado de los adultos. Había una lombriz, tres orugas, dos apuestos saltamontes, una mariquita y muchas hormiguitas. Se detuvieron en el claro, consultaron sus relojes, miraron a todas partes e hicieron comentarios sin sentido aparente.
– «Llegamos tarde, llegamos tarde». – Dijo la Mariquita.
– «De eso nada, buena mujer». – Repuso uno de los saltamontes. – «Es la hora».
Parecen esperar que algo suceda, pensó la Semilla, con bastante juicio. Muy intrigada, tiró de la manga al Saltamontes y le preguntó al oído, justo detrás de las antenas, qué hacían allí si podía saberse.
– «Es el Expreso de las Ocho y Diez» – se limitó a responder. – «Se está retrasando… ¡Oh!, allí viene. ¡Chicos, comportémonos como bestias civilizadas! Ni pellizcos, ni empujones ni pisotones, ¿está bien? Nada que estruje o aplaste o desplace. Al Búho no le gustaría».
A primera vista parecía, en efecto, un búho. pero bien podría haber sido cualquier otra cosa. Se aproximaba casi a ras de suelo, haciendo unos sonidos extrañísimos, como de locomotora. Tan pronto se hubo estacionado, emitió un phsss hacia los lados y dijo: – «¡Pasajeeeros al treeen!», – eso dijo.
Los animalillos se encaramaron como pudieron a su espalda, y también la Semilla, sin nada mejor que hacer, buscó asiento entre las plumas de la cola. Era como estar en un sofá muy suave y blandito, y al Búho no parecía importarle. Antes de partir, emitió el sonido de una bocina, al que siguió un acompasado chucu-chúú chucu-chúú que se mantuvo constante durante todo el viaje. A medida que avanzaba la tarde, los pasajeros fueron apeándose en troncos huecos, en teteras olvidadas y en lugares por el estilo, hasta que la Semilla se encontró completamente sola y abandonada y se arropó con el plumaje para entrar en calor.
La noche despertaba ya en la Foresta. Los últimos claros se aferraban amarillos a la espesura, como chiquillos apurando sus juegos, cuando la plumosa locomotora aminoró la marcha y se detuvo en lo que parecía el final del recorrido. De forma casual, descubrió a la llorosa semilla en su espalda y la consoló con palabras afectuosas.
– «Tienes mala cara, amiguita. Dime, ¿por qué tienes mala cara?, ¿tan grave es?».
La infeliz le contó todas sus desventuras. La caída del árbol materno, la burla del Gavilán y otros episodios que ya conocemos. Y el Búho, entreviendo el fondo del asunto, se rió con aire bonachón.
– «Escucha». – Le dijo. – «¿Sabes dónde estamos?».
– «En un bosque».
– «No es un bosque cualquiera», – y atrayéndola hacia sí, le mostró que eran arces.
– «Míralos bien, amiguita, míralos. Son tus parientes, tus antepasados; descendientes de un linaje tan antiguo como el mundo, y tú formas parte de ese linaje».
-«¡Pero yo quiero volar!», – estalló la Semilla. – «No quiero ser un trozo de madera sin vida, de madera triste y fría, de madera y nada más».
Aquellas palabras conmovieron profundamente al Búho. Y ocurrió entonces algo maravilloso. Cogió la manita de su compañera, la extendió sobre la pálida corteza de uno de los troncos y habló entre susurros:
Serás el orgullo del bosque,
el columpio del niño,
la sombra del viajero,
el hogar del pájaro
cuando seas árbol.
Serás el juguete del hijo,
la herramienta del padre,
el instrumento del músico,
la razón del carpintero
cuando seas árbol.
Aún latirá la vida en tu corteza
si la ventisca o el trueno
o la mano del fuego
Alcanzan mortalmente tus vetas,
cuando seas árbol.
Regresarás con los antiguos amigos,
los animales te darán su bienvenida,
con las flores otra vez a cantar,
y en la Tierra descansarás
hasta volver a ser árbol.
– «Con que un trozo de madera triste y fría, de madera y nada más, ¿eh?».
La Semilla, que se había sonrojado muchísimo, se preguntó si un árbol podía hacer todo eso, pero cuando quiso poner voz a su pregunta, el Búho se había marchado. Aleteaba ya muy lejos cuando lo divisó: una figura vaporosa recortándose contra la luna de plata, como si estuviera hecho de sueños.
Le gritó que volviera, que no la abandonara, que permaneciera con ella un poco más. Corrió hacia la esfera lunar con esta petición, tropezando y cayendo, tropezando y cayendo porque llovía intensamente. Y en el fragor de su carrera, rodó pendiente abajo hasta un calvero del bosque. Fue alzar los ojos y, ¡oh!, frotárselos de incredulidad.
Los niños correteaban arriba y abajo, empujándose, dando brincos y llenando el aire con sus risas. Había toboganes y columpios y balancines, y los pequeñuelos jugaban entre los árboles. Trepaban a sus ramas y hacían carantoñas a sus perseguidores. Y todos los árboles, viejos y jóvenes, grandes y pequeños, se dedicaban miradas bondadosas, felices de participar en sus juegos.
Viendo que era bueno ser árbol, una sensación de paz invadió todo su cuerpo, como si le hubieran quitado un tapón interior. Ahogó sus bostezos con la mano al tiempo que se acurrucaba entre las hojas. Y el manto de hojas secas, que alfombra la Foresta desde tiempos inmemoriales, envolvió con arrullos y promesas de vida y esperanza a la Semilla, que ya nunca más volvió a sentir deseos de volar.
FIN
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Me parece muy buena pagina ¡felicidades!