Samuelito era muy chico, no llegaba a alcanzar los sesenta centímetros de altura pero siempre hablaba de los asteroides con sus amigos de la escuela y tenía sobresaliente al redactar sus composiciones sobre física y astronomía.
—¿Cómo podremos ver los planetas lejanos de la tierra y los asteroides habitados por ardillas que viven en árboles subterráneos? ¿Cómo podremos saber que las ardillas habitan en los asteroides si nunca nos visitan ni han llamado a nuestras casas?. Pues bien, es que tengo un telescopio con inmensos espejos que me regaló mi tío Naldo— Aseguraba el chiquillo.
Samuelito siempre estaba muy seguro de lo que decía y aseguraba que él era astrónomo y que pronto viajaría hasta un astro desconocido y otros pequeñitos planetas que, según él, se proponía descubrir.
El niño tenía tan solo once añitos y pasaba gran parte de su tiempo observando la vida en las estrellas porque su mayor deseo era irse a vivir algún día, sobre alguna de ellas, dentro de una casa de campaña.
Eso sí, aseguraba que se llevaría con él a todas las ardillas y los ositos que encontraba perdidos en el ancho y extenso bosque que rodeaba su pueblo.
Un día, jueves a las cuatro de la tarde, el pequeño astrónomo advirtió un planeta enano de dos colores, verde y azul, y le dio la noticia a sus amigas las marmotas que desde hacía tiempo querían emigrar a un lugar seguro donde no tuvieran el peligro de ser atacadas por las águilas blancas.
El enano planeta siempre estaba cubierto por grandes arbustos que no dejaban nunca de extenderse ni de crecer. Por las noches el astro se volvía morado y en él podía verse un río de aguas lentas y grises que, en las mañanas, se escondía bajo tierra protegiéndose del sol.
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