Hace muchos años existía un Monasterio habitado por frailes que, además de llevar una vida contemplativa y de oración, se dedicaban a cultivar la tierra para procurarse el sustento. En cada temporada recolectaban los frutos de la tierra y la parte que no necesitaban la llevaban al mercado de la población más cercana.
Cierta temporada asignaron a Benito la responsabilidad de llevar al mercado la fruta que recolectaban día a día. Benito era un fraile joven e impetuoso que asumió con mucho entusiasmo la labor encomendada. Solicitó consejo para su empresa a otros frailes más viejos, que le explicaron con mucho detalle cómo debería proceder para sacar el mayor partido de sus viajes a la población más cercana los días de mercado.
Benito debería levantarse antes de la salida del sol, preparar los bueyes y cargar la carreta con la fruta recolectada el día anterior por sus hermanos. Le explicaron cómo funcionaba el mercado y le dieron detalles del camino hasta el mismo. Su objetivo era vender toda la fruta al mejor precio y retornar al monasterio con la mayor cantidad posible de monedas en la bolsa. También fue aleccionado sobre la forma en que debería pregonar su mercancía y negociar con los compradores. Como tarea adicional, debería cuidar de los bueyes durante la temporada de recolección de frutas, ya que el acarreo al mercado era la única actividad que realizarían. Así pues, cada día de mercado debería comprar cierta cantidad de heno que serviría de alimento a los bueyes, con parte de los ingresos conseguidos por la venta de la fruta.
Su primer día, ya cargada la carreta y cargado el mismo de entusiasmo, partió hacia el mercado imponiendo su autoridad sobre sus sufridos bueyes. Ya superada la mitad del trayecto, encontró una ramificación del camino sobre la que ninguno de sus consejeros le habían advertido. Ordenó parar a sus bueyes y fue suficiente un instante para decidir que continuarían por el camino, dejando la ramificación a su izquierda. Meditaba sobre la oportunidad de su elección cuando vislumbró la loma sobre la que se asentaba el castillo y la población de los alrededores donde estaba el mercado. Llegaré bien de tiempo, pensó mientras arreaba a los bueyes. La población parecía cercana pero el camino que conducía a ella aparentaba cada vez más empinado. Aún no había llegado al mercado y ya despuntaba el sol por detrás, dibujando una larga sombra de los bueyes, su carreta y él mismo que prometía llegar antes que ellos. A medida que se acercaba al mercado se iba reduciendo la sombra proyectada hasta que en lo más alto apareció una plaza en la que ya había asentamientos de otros proveedores de mercancías.
Benito, contrariado por no haber llegado el primero al mercado, se prestó diligentemente a disponer su mercancía y a pregonarla con seguridad y solvencia. Otros vendedores de fruta que habían llegado más temprano, tenían a su alrededor potenciales compradores mientras él culpaba a la lentitud de sus bueyes el no estar dispuesto antes. Notó cómo, poco a poco, se acercaban personas a su puesto interesándose por su mercancía, de la que él destacaba su calidad y frescura. Así transcurrió la mañana hasta que fueron desapareciendo compradores y puestos. Benito apuró hasta que su puesto era el único y ya nadie se interesaba por la escasa fruta que aún le quedaba. Sopesó su bolsa y contó los resultados de sus ventas, pensando que aún hubieran sido mejores si hubiera llegado al mercado antes, vendiendo así toda su carga.
Para el regreso tomó el camino alternativo sobre el que ya le habían informado algunos de los competidores y compradores. Pero antes debería realizar la provisión de heno, con la que alimentar a sus bueyes a la llegada al monasterio. Pensó que si reducía la cantidad a comprar de heno, la bolsa que entregaría al prior iría mejor equipada. Así lo hizo. Sus bueyes casi no notarían la merma en su alimentación. Ya de regreso en el monasterio, percibió la consideración de sus hermanos y del prior por la bolsa que presentaba. No había estado mal, siendo el primer día.