Había una vez una montaña muy muy alta, en la que abundaban los árboles y los arbustos, y donde los humanos que existían allí, vivían en cuevas cavadas en la misma roca de la montaña.
Allí convivían dos familias. Una familia vivía en una cueva de color gris, y la otra familia vivía en una cueva de aspecto verdoso, color que se debía al tipo de piedra, donde se excavó la cueva.
Por tanto, las familias se llamaban la una a la otra: la familia gris, y la familia verde.
La familia gris estaba compuesta por un padre, una madre y un joven de catorce años, llamado Pedro.
La familia verde la formaban un padre, una madre, un niño pequeño de cuatro años, y un abuelito sabio.
Las dos familias solían juntarse para comer juntos en alguna ocasión. En una de estas ocasiones, hablaron sobre los árboles de la montaña, y sobre cómo hay que talarlos para obtener madera, con la que hacer fuego y calentarse. Pedro también intervenía en la conversación.
El sabio escuchaba atentamente al joven Pedro, porque Pedro opinaba que los arboles estaban para talarlos, y que daba igual que se replantaran o no, ya que, una vez plantados, tardaban mucho en crecer.
Cuando Pedro concluyó su razonamiento, el sabio le dijo lo siguiente: Sigue leyendo