Había una vez, en un país muy lejano, una playa plagada de tiburones, en la que nadie se podía bañar.
Los pocos humanos atrevidos, que alguna vez se bañaron, fueron devorados por los tiburones, en cuestión de minutos. La playa había sido cerrada al público, por su peligrosidad.
Sin embargo, un valiente nadador, amante de los animales, llamado Alberto, tenía un plan para que esa playa pudiera llenarse de bañistas, tranquilos de no ser devorados por los tiburones.
Un día, Alberto cogió una lancha motora, y se dirigió a un peñón que había cerca de la playa, allí estableció su campamento base para realizar su plan.
Lo primero que hizo fue establecer contacto con los tiburones, y observar su comportamiento. Así, pudo descubrir a un tiburón de entre todo el grupo de tiburones, que destacaba por su tranquilidad, armonía y aparente falta de agresividad. Alberto le puso nombre a este tiburón, «se llamará Fredi», pensó Alberto.
Alberto permaneció en su campamento base, aprendiendo sobre los tiburones, y sobre todo, interpretando su lenguaje.
Una vez que consiguió aprender a escuchar lo que decían, aisló al tiburón más tranquilo al que llamó Fredi, y empezó a comunicarse con él.
Al principio, Alberto no se entendía del todo bien con él, pero poco a poco fue interpretando sus gestos y movimientos.
Llegó a entender muchas cosas, entre ellas que a Fredi no le gustaba comerse a los humanos, que lo que se comía cuando su grupo iba de caza, eran las aletas de buceador que a veces llevaban los imprudentes nadadores que se metían en la playa.
Todo estaba tranquilo, hasta que un día, consiguió entender que Fredi le estaba dando un mensaje importante: «Márchate de este lugar, Alberto. Mis compañeros de grupo tienen planeado comerte…» Sigue leyendo →